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LEJOS DE CASA, novela de viviana marcela iriart







LEJOS DE CASA (fragmento) 


“Y estamos marchando todavía en las calles
con pequeñas victorias y grandes fracasos
pero hay alegría y hay esperanza
y hay un lugar para ti.”

Joan Báez



Hay un aeropuerto llamado Ezeiza.
Hay otro llamado Simón Bolívar.
Entre los dos media un camino muy largo llamado exilio.
Vivo en un país que no es mío.
Vengo de un país que alguna vez creí mío pero no era cierto.
Vivo sobre la tierra no sobre un mapa.
Y con la gente no con sus pasaportes.



“Sí, yo estaba ahí el 17 de mayo de 1979 y claro que recuerdo lo que sucedió. Lo recuerdo muy bien porque nunca antes yo había participado en algo así y no lo puedo olvidar. Es más, a veces he tenido pesadillas. Sueño que levanto la mano izquierda para despedir a alguien y que entonces ¡zas! me la cortan de un hachazo.

No es agradable, no, pero bueno, yo estaba ahí haciendo el servicio militar y me había tocado la zona del Aeropuerto de Ezeiza, aunque para ser más precisos, estaba exactamente en la alcabala que la Fuerza Aérea tiene en la ruta que va al Aeropuerto, ¿la conoce? Bueno, ahí estaba yo.

Ese día era un lindo día, sí, jueves si no me equivoco, con mucho sol, y como a eso de las nueve y media de la mañana sentimos un gran alboroto de sirenas que se acercaban en dirección a nosotros. Pude distinguir tres  autos que avanzaban a gran velocidad. Uno de ellos, el primero, era de la Policía Federal e iban en él tres hombres. Entre éste y el último, que también era de la policía pero sin inscripciones, de paisano que le dicen, había otro. Era un Ford blanco y por la chapa supe que era de algún diplomático y ahí había cinco personas: cuatro hombres y una piba. Yo estaba mirando todo desde adentro de la alcabala cuando escuché los gritos. Los de la Federal siempre andaban matoneando y ese poli no era la excepción, aunque los de la Fuerza Aérea... en fin... yo escuché que el poli decía que era una misión muy delicada, emanada directamente desde la Junta, y a mi cabo gritando aún más fuerte que por más misión especial que fuera ellos no pasaban sin que él y “sus” muchachos los escoltaran. El cabo era muy joven, 22 o 23 años le calculaba yo, y el poli andaba por los 40 y se tuvo que comer la humillación. Finalmente llegaron a un acuerdo.

Cinco de nosotros partimos al frente de la caravana en un camión. Yo y dos de mis compañeros íbamos sentados en la parte de atrás, con los pies colgando fuera del camión y las ametralladoras ligeramente apuntando a los autos que nos seguían. Ordenes son ordenes y en el servicio militar nada se discute. Estábamos a mediados de otoño y el solcito pegaba lindo, sí, y yo me sentía feliz de que me hubieran elegido para la misión. Uno se harta de estar ocho, diez horas de pie en una alcabala, controlando todo como si realmente la historia fuera a pasar por ese pedazo de carretera vieja.

Todavía faltaba un buen trecho para llegar al aeropuerto, así que tuve tiempo de observar con calma a las personas que iban en el Ford blanco, aunque no los veía muy bien. Tres de los cuatro hombres eran morochos, de pelo negro; el cuarto no, era rubio, de tez blanca, joven. Este iba sentado en el asiento de atrás, a su lado iba la piba y al lado de ella un señor mayor. Ella tenía una cara muy triste y parecía muy joven, no le calculaba más años que los míos, que estaba por cumplir diecinueve. Los hombres que iban atrás hablaban mucho entre sí, gesticulando, y a veces se notaba que le preguntaban o decían algo a ella, que respondía brevemente y a veces sonreía. Me hice todo tipo de conjeturas respecto a lo que estaba sucediendo, pero jamás hubiera imaginado que la misión era esa misión.

Finalmente llegamos al aeropuerto. El cabo bajó muy rápido y se fue hacia el edificio gritando  que controláramos todo muy atentamente. Yo no entendía nada. Mientras él se iba el poli se acercó al segundo auto y, pasando la mano por la ventanilla, se despidió de todos los hombres pero de la piba no. Ella lo miraba fijamente mientras él extendía su mano hacia un lado, sonreía, hacia el otro, volvía a sonreír.

Cuando se bajaron del auto pude ver todo mejor, aunque brevemente porque ella y los cuatro hombres se fueron inmediatamente hacia el edificio. Ella tenía el pelo largo y lacio, casi le llegaba a la cintura. Era pequeña de estatura. La tez era levemente oscura y llevaba  vaqueros azules, mocasines marrones y una camisa blanca. Uno de los hombres cargaba un bolso azul pequeño y una guitarra envuelta en papel de diario. La piba no llevaba nada y siempre caminaba en medio de los dos hombres, los mismos que iban sentados atrás en el auto y que tampoco llevaban nada. Ella caminaba muy erguida y tenía los ojos tristes pero secos como si estuviera muerta.

Los hombres seguían hablando y riendo y ella ahí, entre medio de los dos, en silencio, se veía tan frágil. A mí me daba tanta pena ella que amagué mover la mano en señal de despedida aunque ella no me viera, pero entonces uno de mis compañeros me  golpeó y me dijo:
- ¿Qué vas a hacer idiota? ¿No sabés que es una deportada?
Y yo bajé la mano.”

Juan Pérez, ex soldado.
Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.




Caracas, Diario de Lamentaciones.
¿No es acaso prematuro para la vida de cualquiera tener 21 años y marchar al exilio?
Como prematura fue la madrugada que se desayunó con infinidad de cadáveres.
En el Río de La Plata de a diez y de a veinte aparecían diariamente.
Decían que venían de Uruguay, presos de allá... pero todos sabíamos.
Era macabra la danza de los muertos.
Era macabra la danza de muerte que los militares nos imponían.




Llegar no es mejor que partir.
Es casi de noche y paso largo tiempo mirando los rostros que esperan pero ninguno espera por mí.
Llueve.
Tengo ganas de sentarme sobre mi bolso, hundir la cabeza, cubrir mi cara con mis manos y ponerme a llorar. Pero no lo hago. El tiempo pasa y no me atrevo a moverme.
Con cincuenta dólares me fui, regalo de la Embajada de Venezuela en Buenos Aires y con cuarenta y cinco llego, cinco gastados en cervezas tomadas en el avión. Hay quien toma valium, quien llora, quien pide ayuda, quien grita o va al sicoanalista. Hay quien se suicida también. Yo bebo. Me considero un árbol y, como decía Alejandro Casona, los árboles mueren de pie.
Tomo un taxi y la primera novedad es que el taxista me dice que me siente adelante, porque así se acostumbra acá pero no allá. Pienso, ¿y si me secuestra creyendo que tengo dinero? Pero resulta ser un flor de tipo, periodista además de taxista, y nos pasamos el viaje hablando sobre la miseria en Caracas.
Cuando entramos al primer túnel siento terror, yo que jamás he cruzado uno. Terror como siento desde hace ocho meses.
- ¿Ves esos ranchos? - dice señalando cientos de casuchas en la montaña, un panal de pobreza.-  Parecen fuertes pero no lo son y cuando la lluvia llega caen sobre las calles como hojas apenas tocadas por el viento.
Caracas me parece, de noche y con lluvia, en este angustiante trayecto aeropuerto-ciudad, una inmensa villa miseria iluminando la montaña.



Qué largo se hace el camino cuando no se conoce el lugar de llegada.
Voy a un barrio llamado Santa Mónica en donde vivía, hasta hace un año atrás, mi amiga Viky. Mi familia trató de contactarla el último mes, pero fue en vano. Nadie al teléfono. Nadie al correo.
Viky es chilena y emigró con su familia en 1971. Es una exiliada al revés, porque su padre es un empresario que se fue de Chile escapando del socialismo de Allende. Pasaron primero por Argentina y así fue que nos conocimos, y cuando dos años más tarde se fueron escapando del peronismo que también le parecía a su padre demasiado izquierdoso, nuestra amistad continuó por correspondencia, al principio con fluidez y después en forma esporádica.
Viky, como es  generacionalmente lógico, no comulgaba con las ideas de su padre y llenaba su casa de hombres y mujeres que venían huyendo de las dictaduras de derecha  a los que él, con gran amabilidad, siempre ofrecía un plato de comida. Un par de veces fue de vacaciones a Argentina y aunque los períodos de silencio muchas veces eran muy largos, no había distancia entre nosotras cuando nos encontrábamos.



Los taxistas caraqueños casi  no conocen su ciudad, ellos que deberían ser sus dueños. Una tiene que indicarle el camino y yo no lo conozco porque nunca antes he estado en este país.
Santa Mónica parece un laberinto.
Damos vueltas.
Nos perdemos una y otra vez, regresamos al punto de partida, volvemos a comenzar y volvemos a perdernos.
La lluvia y mi desesperación arrecian.
Ni un alma a quien preguntarle y los nombres de las calles desaparecidos bajo el torrente.
Por fin damos con la calle.
Avanzamos lentamente leyendo los nombres de los chalets a un lado y al otro de la calle, porque en esta ciudad las casas no tienen números sino nombres. Pero la encontramos fácilmente. Es un chalet muy bonito de dos pisos con jardín adelante. Hay dos timbres y ninguna indicación.
Toco el de abajo y un hombre me indica por el intercomunicador que Viky vive en el piso de arriba.
Toco el segundo timbre mientras le hago una seña a mi taxista para que se quede tranquilo. 
Aparece Viky y su alegría es tan grande como mi alivio. Nos abrazamos largamente y nuestras lágrimas se funden con las gotas de lluvia.
-¡Sabía que no ibas a durar mucho en ese país! ¡Tú no cambias más, che!
Busca un paraguas y me acompaña al taxi donde mi buen taxista - “si tu amiga no está no te voy a dejar sola”- sonríe feliz.  Le doy el número telefónico de Viky y le ruego que me llame para no perder el contacto. Promete hacerlo. Mi solidario taxista. Tengo tanto que agradecerle. Y  ni siquiera sé su nombre.




LEJOS DE CASA (fragmento)

Caracas, 1982-84

Mayo 2015



CONTRAPORTADA DEL LIBRO



Cuando la fotógrafa Marta Mikulan Martin me sacó esta foto en 1983 y me le regaló, yo pensé: el día que me publiquen la novela la pondré en la contraportada. Pensé que iba a ser pronto pero pasaron 32 años. Hoy me doy ese gusto en la novela que estaba escribiendo cuando esta foto fue tomada.






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LEJOS DE CASA









HISTORIAS DE CRISI Y SU SICOANALISTA BERLIA, cuento largo o novela cortísima de viviana marcela iriart



Historias de Crisi y su sicoanalista Berlia (fragmento)




Con todo mi amor a mi ex sicoanalista, Doris Berlín,
que me salvó el alma y la vida,
esta pequeña sátira sobre el psicoanálisis,
que tanto respeto.






CAPÍTULO I

Cuando Berlia llegó a la fiesta Crisi ya no tenía nada amable que decir. Había bebido lo suficiente, lo necesario, para encontrar su punto de lucidez. Es en esos momentos en que, al decir de sus amigos, su talento mordaz escupe mejor por su boca. Es el momento en que más trabajo tiene su secretaria, que graba todo lo que Crisi dice y quien, al día siguiente, se encarga de poner por escrito lo que ella dijo. De sus peores borracheras, afirma Crisi, han salido sus mejores escritos. “El talento sin el alcohol”, afirma, “es como el agua: calma la
sed pero no la lujuria”.

Pero no vayan a confundirse. Crisi no es mujer dada a criticar a otras. Le encanta que le cuenten un chisme pero de ahí a repetirlo… ella está demasiado embelesada con su propia vida como para dedicarle siquiera un minuto a la vida ajena. Por eso no notó la llegada de Berlia a la fiesta, tan elegante ella, tan gélidamente cálida, tan sensualmente sicoanalista. Y se fue. Rodeada de su séquito que nunca la abandona.

Berlia siempre ejercía una extraña fascinación sobre la gente. No era exactamente lo que se dice una mujer bella, no, era una mujer, ¿cómo se diría? extraña, sí, tal vez esa sea la palabra, una mujer extraña y misteriosa, tan majestuosamente extraña y misteriosa que se veía hermosa.

Hasta que Crisi se fue, la fiesta había estado, como siempre, en sus manos. Crisi no necesitaba hacer nada para ser siempre el centro de atención, ella simplemente era la reina de todas las fiestas, nadie podía escapar al magnetismo que ejercía su alegría y su locura. Y una reina nunca ocupa el espacio de otra, así que cuando Berlia llegó ocupó, sin ningún ánimo imperialista, su propio reinado. Es que Berlia siempre estaba ajena al impacto que causaba sobre los otros, esos otros que no podían evitar verla a hurtadillas, o descaradamente, mientras tomaba whisky importado, delicadamente, escuchando las conversaciones de su entorno. A veces ella se volteaba, como si sintiera que la estaban mirando. A veces también pasaba que la mirada indiscreta no se apartaba de sus ojos. Entonces ella miraba como sólo ella sabía hacerlo, con ojos de profundidad oceánica. Miraba muy seria, sin molestia, curiosidad o reproche. Ella miraba sólo para poner las cosas en su sitio, y las ponía. Aunque sólo fuera por un instante porque las personas, vencidas por su extraña magia, volvían sus ojos a ella una y otra vez. Berlia parecía darse cuenta de estas claudicaciones porque jamás, en una misma noche, miraba dos veces a una misma persona. Berlia era mujer de un solo
acto.




CAPITULO II

Crisi es tan excéntrica que en vez de usar zapatos usa medias.
Para no ensuciarlas o quemarlas con alguna colilla de cigarrillo tirada en el piso, sus asistentes van siempre delante de ella barriendo las veredas y las calles.

Crisi es tan alegre que nunca nadie ha podido verla triste.
Cuando ella ríe el sol se esconde para no quemarse con la blancura de sus dientes.




CAPITULO III

Cuando Berlia llega a su casa prende la contestadora automática. En vez de oír los mensajes los analiza. La contestadora a veces se enoja y le contesta (es una contestadora muy moderna, como todo en su vida). Berlia la amenaza: “o te callas o te desconecto”. La contestadora sabe que está en sus manos. Por eso la ama. Y por eso también, a veces, la odia.

(Lo que Berlia no sabe es que la contestadora, en venganza, no le graba algunos mensajes. Cuando Berlia se va la contestadora ríe metálicamente a sus espaldas).



CAPITULO IV
Consultorio de Berlia

Berlia está atendiendo a Crisi, que le recrimina que frente a un gran dolor el psicoanálisis no sirve. Berlia, por supuesto, no admite semejante disparate. “Ella no puede admitirlo”, piensa Crisi, “porque sería admitir la inutilidad de su propia existencia”.

Crisi le dice: “Vengo aquí a llorar un gran dolor y tú agarras mis lágrimas y analizas porqué caen y el porqué de su tamaño. No piensas en el dolor por sí mismo. El dolor, por si no lo sabes, es independiente de las lágrimas”.

Berlia responde: “Pienso en tu dolor, sólo que en las causas del mismo, no en sus consecuencias. Me interesa el contenido de la botella no el envase.”

“¡Oh, qué original!” -responde Crisi con ironía- “Tú lo estás admitiendo, claro está, tal vez sin darte cuenta. El psicoanálisis frente a un gran dolor es inhumano. A veces un buen abrazo es más eficaz que un buen análisis”.

Asombrada, Berlia pregunta: “¿Quieres que te abrace?”

Resignada y furiosa Crisi se encoge de hombros.

Lacónicamente Berlia dice: “Tú tienes que hablar de tus fantasías. Es muy importante. Yo no las conozco. Si tú no hablas de ellas yo no puedo adivinar. Soy analista no tarotista”.

Crisi sabe que esta conversación es inútil y Berlia también. Ambas saben que el sicoanálisis que práctica Berlia no admite contacto físico. El sicoanálisis tiene reglas que Berlia le impone a Crisi mientras le habla de libertad.

Berlia, elegantemente vestida de negro, tan moderna ella, se debate en su sillón, negro también, dispuesta a no admitir las fallas de su profesión.

Mientras la escucha, obviamente no puede verla porque está en el diván, Crisi prepara su respuesta con la perversa intención de molestarla, de herirla de muerte si fuera posible. Berlia domina tan bien la situación, y por ende a Crisi, que a ella le provoca meterle los dedos en los ojos para desestabilizarla, aunque sea por un rato.

“Si yo fuera capaz de liberar a mi agresividad en estos momentos”, piensa Crisi, “los diarios de mañana hablarían del asesinato de una sicoanalista en manos de una paciente furiosa de comprensión. Y sé que un ejército de pacientes y ex pacientes aplaudirían felices mi gesto a lo largo del mundo. De hecho, no creo que haya juez ni jueza capaz de condenarme por asesinar en legítima defensa. Berlia no tiene derecho a asesinar mis argumentos y a no ser condenada por ello”.

Berlia, en silencio, espera el contraataque de Crisi, un poco sorprendida de que no haya llegado ya.

“Pero, la verdad, me encanta discutir con Berlia porque ella es inteligente, tremendamente inteligente. Ella es como un cazador, acechando sigilosamente a la paciente, esperando con exasperante calma el momento exacto para disparar la palabra exacta y herir. A veces mortalmente.”

Berlia, con total despreocupación, analiza el estado de las uñas de sus manos. “Tengo que pasar por la manicure”, piensa, “este color no hace juego con mi nuevo vestuario. Y por cierto, hablando de vestuario… ¿seguirá esa oferta tan buena en “Mamarrachos”? ¡Vaya nombre para una tienda! pero su elegancia es de primera. ¿Y esta loquita que estará tramando que pasa tanto tiempo en
silencio?”


Crisi continúa enajenada por sus pensamientos: “Pero a veces logro alterarla. Y ella se escucha tan bella cuando esto sucede que me conmueve. Algunas veces, pocas lo admito, también he logrado que ella se devuelva por el camino de sus palabras y me dé la razón. Son mis pequeños triunfos, los que me permiten sobrevivir en esta batalla en donde llevo ya tantos fracasos. Cuando el psicoanálisis se vuelve guerra, yo vengo dispuesta a matar o morir por argumentos”.

“Ya lo decía mi madre”, piensa Berlia, “con los artistas mejor no tener relación. Son todos locos. Pasan de un estado al otro sin motivo aparente. Y si tienen mucho éxito, como Crisi, ¡válgame Dios! Su ego es tan grande como la carpa de circo más grande del mundo”.

“Pero la necesito”, se dice Crisi, “Y cuando más la amo es cuando más la odio porque odio amar unilateralmente. Berlia cree hoy que voy a dejar la terapia, que lo piense, ¡ja! Ella jamás va a saber que hoy la necesito más que nunca”.



La mano de Berlia persigue a un mosquito.
Falla dos o tres veces en su intento pero finalmente lo aplasta contra la pared.
Una mancha roja se impone sobre el blanco, acusadora.
La mano de Berlia también ha quedado manchada, las patas y las alas del mosquito se confunden con sus líneas.
Después de mirar pensativamente su mano, como si intentara descubrir algo en ella, agarra un pañuelo de papel y se limpia.
Estruja con placer el papel y lo arroja al tacho de basura sin que Crisi se haya percatado de nada.
El rojo de la pared, sin embargo, se hace más vivo.




“Si sus palabras pudieran ser tan lindas como su cabellera”, piensa Crisi viendo la imagen desdibujada de Berlia en la ventana, “Berlia conquistaría al mundo entero. Su cabello de miel, ¡y sin ninguna abeja!”



Historias de Crisi y su sicoanalista Berlia (fragmento) 
Caracas 1989









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Historias de Crisi y su sicoanalista Berlia






LA CASA LILA, novela de viviana marcela iriart / octubre 2017








Esta historia que voy a contarles sucedió hace mucho.
En una época en que hombres y mujeres se desvivían, desolaban, revivían y morían, simbólicamente, por pasiones tan primitivas y lejanas como el amor.
Una época en que el amor se hacía cuerpo a cuerpo, sudor contra sudor, gemido sobre gemido.
Después llegó  Internet.
Y la paz a los corazones.
Y el aburrimiento.
Será por eso que mis jóvenes amigas disfrutan tanto con esta historia  y me piden una y otra vez que se las cuente.


Todo sucedió en una semana.
En apenas siete días y siete noches.
Un sábado tenía cuarenta años, el siguiente cien.
Me volví sabia.
Y esa sabiduría producto del placer, que casi siempre está ligado al dolor, porque amar también duele, no me envejeció.
Por el contrario, puso en mis ojos un brillo único y perenne, con el que todavía seduzco a las personas que prefieren los ojos humanos a los de las computadoras.
Yo nací, morí y volví a nacer en una semana.
Después de eso nunca volví a ser la misma.
Fui mejor.


Capítulo I

Fabián me habla por teléfono. Mientras lo escucho miro por el ventanal de la sala: Juan, el jardinero  de la eterna boina negra, recoge los residuos de la pirotecnia usada para despedir al año.

- ¿No le diste franco? -pregunté a Abuela al verlo, mientras desayunábamos.
- No tiene familia, almorzará con nosotros. Le dije que no hiciera nada pero ya conocés a Juan, si no hace algo se muere.

Abuela es de origen aristócrata pero anarquista. La adoro. Sus antepasados pelearon, y se destacaron, en las luchas por la Independencia y en la Campaña del Desierto,  y a punta de matar indios e indias se fueron quedando con miles de las mejores tierras de la provincia de Buenos Aires.
Abuela siempre sintió vergüenza, y por eso también la amo tanto,  por esa fortuna amasada con sangre, como si la fortuna casi siempre no se obtuviera de esa forma.
Abuela tiene chofer pero prefiere, a sus ochenta años, subirse a su bicicleta roja e ir a comprar el pan en la panadería que está en el centro del pueblo.

- ¿Para qué tenés chofer?  -le dice mi hermano maliciosamente, porque no la entiende.
- Para crear  una fuente de trabajo. ¿O vos no sabés que hay desempleo? –le responde ella con una sonrisa burlona, sin inmutarse.

Abuela tiene una hermosa cabellera ondulada, fuerte, de moderno corte, que brilla intensamente bajo el sol y en las noches se ilumina como una perla.

El cabello de Abuela, que quedó completamente cana a los cincuenta años y se negó a teñirse pese a la presión familiar y social, fue siempre motivo de conversación, porque nunca se ha visto un cabello blanco, negro, rubio, más seductor que el de ella.
Abuela lo sabe y cuando anda en su bicicleta juega a conquistar al viento, a los árboles, a los ojos que espían tras las ventanas a tan especial y adorable señora. Abuela  regresa a la casa tan feliz, con la cesta cargada de pan caliente, que los pájaros parece que cantaran sólo para ella.
Yo la visito una vez al año, por pocas semanas, y nunca me canso de admirarla con los ojos.
Abuela es hermosa porque nunca permitió que el mal se instalara en sus venas por mucho tiempo.
Abuela perdona pero no pone la otra mejilla.
Sus ojos negros, profundos, guían como faros en la noche a las almas perdidas.
Abuela es la gurú de una secta que no tiene nombre pero  sí cientos de seguidores. ¿Lo sabe ella? Cuando se lo digo ríe y su rostro adquiere la frescura  de una adolescente.
Abuela casi no tiene arrugas porque nunca supo lo que era el odio. La rabia sí, porque las mujeres no tenían derechos ni libertad en su época. El  bisabuelo la conocía bien. Junto con la herencia le dejó un testamento en el cual impedía que se despojara de sus posesiones. Abuela no se amilanó. Convirtió la estancia en una cooperativa agrícola-ganadera y en unos años duplicó la herencia de su padre: Abuela era generosa e idealista pero también una excelente empresaria y sabía que para mejorar el mundo hacía falta buena voluntad, buenas ideas, pero también dinero, mucho dinero.

Abuela es pequeña, no alcanza el metro sesenta, y es tanta su energía que cuando camina parece que avanzara en sus pies un batallón de elefantes.
Adora cocinar y prepara sabrosos platos para ella y para sus invitados, que nunca faltan a diario en su casa. Comer en su mesa es llevar a la boca los más deliciosos manjares.
Abuela no se priva de nada, come con alegría y en abundancia, bebe con placer el vino que cosechan sus nietos y en su estómago siempre hay un lugar especial reservado para los postres.


- ¿Me estás escuchando? –dice Fabián trayéndome a la realidad.
- Claro.  Me estabas hablando de una fiesta de  disfraces. ¿En casa de quién?
- No los conocés. Es un matrimonio joven que se mudó el verano pasado, cerca de la casa de tu abuela y construyeron  un chalet muy lindo de dos pisos, algo excéntrico para este pueblo en opinión de varios pobladores. Pero a mí me encanta, y ellos son divinos, estoy segura de que te van a encantar.
- ¿Cuán jóvenes?
- ¿Y esa pregunta tan extraña? Ella debe tener 30 y él un poco más.
- La que no pregunta es dueña de todas las respuestas pero también de todas las incertidumbres. Proverbio chino. – Fabián ríe porque sabe que estoy inventado-. ¿El chalet pintado de lila suave?
- Exactamente.
- Qué curioso. He pasado varias veces por allí y siempre me llamó la atención. Me preguntaba quiénes osaban desafiar de esa manera la férrea tradición del lugar.
- Bueno, ahora tenés la oportunidad de conocerlos. ¿Venís?
- Voy.



Capítulo II

Me encuentro más en los recuerdos de los otros que en mis propios recuerdos.

Quizá porque me he mudado tantas veces de casa y de país, ya no hay en mi memoria espacio para el recuerdo.

 Es por eso que cada vez que vengo me encuentro con la niña y la joven que fui y no la reconozco.

Así, de los retazos de los recuerdos de los otros, reconstruyo mi pasado.

No siempre tengo ganas de que eso suceda.

Pero los que nunca se han movido, o lo han hecho poco, tienen una obsesión por volver al pasado porque es la única forma que tienen de irse.



La Casa Lila (fragmento)
© viviana marcela iriart






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EL LIBRO DE LA ALEGRÍA, cuentos de D. Winter





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EL LIBRO DE LA ALEGRÍA


PRÓLOGO 

Escribí este pequeño libro de vivencias en Mérida, Venezuela, cuando pasé unas vacaciones en el cafetal de mi amiga Joan, un paraíso en medio de la montaña. 

Mientras lo escribía, tenía frente a mis ojos la belleza del pico Bolívar, siempre nevado en la cumbre; los leños ardiendo en la chimenea; el aroma del pan cociéndose en el horno; la música de los pájaros; el sonido del viento anunciando la próxima lluvia; los colibríes entrando graciosamente a la casa; las ardillas subiendo y bajando de los árboles; el jardín majestuoso lleno de flores de distintos colores, abiertas para mi alegría; la vegetación exuberante, generosa, verde, siempre verde; el olor tan especial, tan rico, a grama recién mojada; las perras de Joan jugando entre ellas... 

Mientras lo escribía sin perderme ninguna de las maravillas que Dios puso a nuestro alrededor, los cuentos ajenos fueron apareciendo poco a poco, como ángeles deseosos de complacer mis deseos... ¡y expresaban mis sentimientos mejor que yo misma! 

Por eso están aquí, para deleite de ustedes y mío. Son cuentos budistas, chinos, zen, hindúes, sufi... que puse cursiva para que les identifiquen. 

Cuentos de ayer, de hoy, de mañana, de siempre, a los que acompaño, humildemente, con textos de mi autoría, escritos espontáneamente en medio de tanta belleza. 

Qué hermoso fue descubrir que hay tanta gente maravillosa transitando mi mismo camino.

He escrito este libro con el corazón abierto como una rosa recién amanecida, llena de gozo
Y gozo es lo que deseo transmitirte, es lo que deseo provocarte. 

Ojalá que así sea. 

D. Winter 
San Francisco, septiembre 2001